En junio de 2024 visité Namibia. El aeropuerto era apenas un edificio de una planta, una planicie infinita le rodeaba en todas direcciones. Aterrizamos justo antes del amanecer. Nada de fingers, escalera y ya estabas en el suelo. Solo tres aviones. El nuestro era un monstruoso avión que nos traía desde Frankfurt. El horizonte era un caleidoscopio de colores. El impacto no tiene precio. Supe que, si las cosas no se torcían, aquel podría ser un gran viaje de descubrimiento personal.

Namibia tiene varias tribus, algunas siguen vistiéndose como antaño y otras solo se visten para los turistas. Ya me avisó Juan, un amigo que había viajado al país. Me enfrenté sin complejos. Listo para disfrutar e intentar conocer mínimamente a aquella gente. Los Himba, los Damara y algunos otros. No solo ellos, también los habitantes de las pocas ciudades, de las mismas tribus, pero complicados de identificar.

En 2019 escribi sobre el Retrato algunas reflexiones. Se titula: La identidad perdida y puede encontrar la entrada aquí o puede seguir leyendo (he copiado el texto para que no tenga que salir de este portafolio):

El retrato es una de las disciplinas fotográficas más gratificantes y a la vez más complejas.

La mayoría de nosotros estamos acostumbrados a interpretar aunque sea mínimamente, las emociones en los rostros.

Los ojos, el entrecejo, los pómulos, los labios… muestran mucho más de lo que a veces nos gusta revelar. Con un poco de interés podemos traspasar las fronteras de lo cotidiano y adentrarnos en terreno escabroso. Descubrimos así bellos paisajes, aunque también algunos agrestes o decididamente feroces.

Antaño era importante. Saber leer las expresiones de la gente que nos rodeaba servía para estar informado de posibles amenazas y por tanto actuar en consecuencia. Estamos adaptados (preparados y motivados) para desentrañar información a partir de la posición del cuerpo, especialmente del rostro. Básicamente por eso nos atrae tanto. Habla de nosotros.

La ubicuidad de los teléfonos inteligentes y la facilidad para hacer fotos con ellos, se ha traducido en un alud de retratos, especialmente selfis. Es casi casi una epidemia, una locura colectiva, la moda de hacerse de forma individual o colectiva autorretratos en todas las posiciones y lugares posibles.

Soy un voyeur (bastante) y observo con curiosidad (mucha) la secuencia de expresiones que pone la gente cuando se hace fotos a sí mismo. Cómo pasan de una cara anodina a iluminarse con una dulce sonrisa, abrir ligeramente los ojos, reorientar el perfil en busca del lado bueno (si lo saben) para volver a mostrar, una vez pulsado el botón de disparo, un rictus que nada tiene que ver con el rostro que apenas un segundo antes era el paradigma de la felicidad.

No somos hipócritas, tan solo actuamos para ese hipotético público virtual. No hay nada de malo en ello. Por favor, no vean ninguna crítica velada en mis palabras. Solo expongo hechos.

Es divertido (para el observador) y se aprende mucho.

El hecho triste es que algunos repiten hasta la saciedad el mismo gesto una y otra vez, convirtiendo la postura en una mascara que a fuerza de repetirse pierde sentido. Nos transfiguramos en fantasmas de ánimo inexistente.

Nos transformamos en una marca de fábrica, un logotipo sin alma. Nosotros somos el extraño producto. Ofrecemos una imagen deformada de nuestra realidad.

No, no somos eso.

¿No hay nada más? ¿No se puede buscar nuevas maneras de mostrarte o de mostrar el semblante de alguien?

Deberíamos esforzarnos un poco más. Hemos abandonado la sinceridad para convertirnos en personajes de una película en la que somos incapaces de reconocernos. Deseamos tanto satisfacer al público que nos olvidamos que querernos un poco más a nosotros mismos es fundamental. Ser honestos es también respetar a aquellos que nos quieren.

Las reglas del juego están claras. A los que nos gusta la fotografía sabemos que las fotos deben contar, como cualquier obra de arte, una historia. Espero no haber ofendido a nadie con este comentario.

En resumen: Es aburrido contar una y otra vez la misma historia. Cansa y hace que me vuelva selectivo (muy a mi pesar).

Entiendo que a veces es complicado transmitirla (la historia que deseas contar). En ocasiones el relato que uno tiene en mente no establece ninguna conexión con los frutos que iluminan las neuronas de la gente que mira tus fotos.

Divergen.

No me importa siempre y cuando el observador se inspire y le estimule. Es hermoso.

A veces me quedo colgado de un retrato (y no tiene porque ser una fotografía). Me pasa en museos con la pintura (ellos lo inventaron todo). Más de una vez me quedo sin aliento frente a un cuadro que muestra el rostro de alguien. Tengo que sentarme (si tengo suerte y hay un banco cerca) y paladear cada pincelada, la luz con la que el pintor lo ilumina. Cada pequeño gesto que hace que la persona (pintada o fotografiada) adquiera un halo cuasi mágico.

Fluya como un río de emociones en mi interior.

Es uno de esos pequeños milagros que suceden de vez en cuando.

Y que alegran la vida.

Algunos retratos los visito con frecuencia (en internet o donde estén expuestos) para catar de nuevo de forma intima las esencias del puro deleite que me produce su contemplación. Me recreo pensando en ese bellísimo momento en qué creador y sujeto estuvieron en comunión e imagino como fue. Mi mente se desliza, susurrando historias imaginarias.

Por supuesto yo estoy muy lejos de conseguir nada parecido, pero no dejo de intentarlo. Siempre que tengo ocasión.

  • Tipo de proyecto: Retratos Tribus de Namibia
  • Cámara: Canon R6 MII
  • Objetivos: 24-240 y 100-500
  • Procesado: Photoshop
  • Fecha: Junio 2024